No sólo de pan vive el hombre, sino también de Esperanza, de Amor y, ante todo, de Fe. Nada hay tan pasmoso, tan persistente, apasionado y profundo como la protesta del hombre contra la muerte. Hasta en los tiempos primitivos vemos erguirse al hombre a las puertas de la tumba, luchando contra su destino y argumentando a favor de su alma. Para Emerson y Addison este hecho es prueba suficiente de la inmortalidad por revelar una intuición divina de la vida eterna. Otros, quizás no se convencerán tan fácilmente, pero a todo hombre de corazón ha de conmoverle esa ancestral y heroica fe de su raza. En ninguna parte ha sido más vivida, más victoriosa esta fe que en Egipto. Claro que la creencia en la inmortalidad no fue una creencia sólo exclusiva de Egipto, pues en los Upanishads de la India fulgura como en las Pirámides, y por doquiera se fundamenta en el consenso de la intuición, experiencia y aspiración de la razón; pero los anales de Egipto no son, como sus monumentos, más ricos que los de las demás naciones, sino más antiguos. Además, el drama de la fe nació en Egipto, de donde salió para difundirse por Tiro, Atenas y Roma. Si se quiere leer un compendio de la religión egipcia léase “Egyptian Conceptions of Immortality”, de G. A. Reisner, y “Religion and Thought in Egypt”, por J. H. Breasted. En el antiguo Libro de los Muertos, que es indudablemente el libro de la Resurrección, encontramos las palabras siguientes: “El alma va al cielo; el cuerpo, a la tierra”, creencia que es aún la esencia de nuestra religión actual. Dícese del rey Unas, que vivió en el tercer milenio: “He aquí que tú no nos has abandonado como muerto, sino como vivo.” Jamás se ha podido expresar esta creencia tan elocuentemente como en el Himno a Osiris del Papiro de Hunefer. En los textos de las Pirámides se dice que los muertos son Quienes Ascienden, y se habla de ellos como de Seres Imperecederos que brillan como astros, invocándose a los dioses para atestiguar la muerte del Rey “Que amanece como un Alma”. Hay una intensa profecía impregnada de profundo dolor, en estas entre cortadas exclamaciones escritas en los muros de las pirámides: “Oh, tú no mueres. ¿Quién ha dicho que habías de morir? No; el Rey Pepi no muere; sino que vive eternamente. ¡Vive! ¡Tú no morirás! ¡Él se ha salvado en el día de su muerte! ¡Tú vives, tú vives! ¡Levántate! ¡Tú no pereces eternamente! ¡Tú no mueres!
Y, sin embargo, ni la poesía, ni el canto, ni el solemne ritual han podido transformar a la muerte en cosa distinta de lo que es, ya que hasta las mismas obras encontradas en las pirámides procuran evadir la pronunciación de la palabra fatal mientras nos recuerdan aquella época feliz anterior a la muerte.
Por elevada que haya sido la fe de los hombres, no pueden negar éstos el hecho fatal de la muerte del cuerpo. Los Misterios se instituyeron para conservar viva la fe en la inmortalidad, y empezaron quizás por no ser más que encantamientos; pero terminaron por elevarse a esferas de belleza en que representaban el drama de la invicta fe humana. Al observar que el sol surgía de la tumba de la noche y que la primavera volvía tras la muerte del invierno, el hombre dedujo por analogía que su raza que se sumergía en la muerte, se levantaría triunfante sobre la muerte.
A medida que el drama de la fe evolucionaba, iba transformándose y pasando de un país a otro; pero su Argumento fue siempre idéntico, derivándose todas las variantes del antiguo drama osírico. Osiris hizo su aparición como Señor del Nilo y fecundo Espíritu de la vida vegetal, hijo de Nut, la diosa del cielo, y de Geb, el dios de la tierra (Si se quiere estudiar la evolución de la teología osírica, desde la época en que surgió de la neblina del mito hasta su triunfo, léase Religión and Thought in Egypt, por Breasted, la última obra y quizás la más brillante, escrita a la luz de la traducción más completa de los Textos de las Pirámides – Véase especialmente la quinta conferencia. Nada hay más hermoso que la conquista del corazón del pueblo por este Dios. Sin embargo, no vamos a detenernos en esta historia por ahora, sino lo preciso para decir que la pasión de Osiris fue el drama de la fe nacional, bañado en los tiernos matices de la vida humana, si bien conservando aún algo de su radiación solar. Nique decir tiene que Osiris fue el más amado de los dioses nacidos al calor de las esperanzas y terrores de los antiguos habitantes de las riberas del Nilo. Osiris, el benigno padre, Isis, su triste y fiel esposa, y Horus, el hijo lleno de piedad filial y de heroísmo, formaron la trinidad de los ideales religiosos y familiares de los egipcios. Escuchad ahora la historia del drama más antiguo de la raza, que cautivó durante más de tres mil años los corazones de los hombres (Se ha escrito muchísimo sobre los Misterios Egipcios: desde el De Iside et Osiride de Plutarco y las Metamorfosis de Apuleyo, hasta los enormes y descomunales volúmenes del Barón de Sainte Croix. Creo que las obras más populares que tratan de este asunto son: Kings and Gods of Egypt, de Moret – Capítulos III y IV – y Hermes y Platón, de Schure. Pero los dos iniciados Plutarco y Apuleyo son los autores de más confianza, a pesar de que el juramento de silencio les impidió decirnos aquello que más necesitábamos saber).Osiris era el Dios de la Eternidad, si bien se revelaba con divina humanidad al tomar forma casi parecida a la humana. Su éxito se debió principalmente al lenguaje encantador de Isis, su hermana-esposa, a cuyos encantos no se podían sustraer los hombres. Osiris e Isis laboraron juntos para bien del hombre, enseñándole a distinguirlas plantas alimenticias, prensando ellos mismos las primeras uvas y bebiendo la primera copa. Ellos le enseñaron a encontrar las ocultas venas de metal que se deslizan en la tierra para fabricar con ellas armas; ellos iniciaron al hombre en la vida moral y en la intelectual; ellos le enseñaron la ética y la religión, la astronomía, el canto, la danza y el ritmo de la música. Y, sobre todo, evocaron en el hombre el sentimiento de su inmortalidad, de su destino más allá de la tumba. Pero estos dioses tenían torpes y astutos enemigos: la sombría fuerza del mal que urde la trama del crimen hasta en los mismos confines de la vida humana. Del mismo modo que el Mal ronda al Bien, el impío Set-Tifón seguía al dios Osiris. Mientras Osiris se hallaba ausente, Tifón – cuyo nombre significa serpiente – lleno de envidia y de malicia trató de usurparle el trono; pero Isis hizo fracasar su conjura, por lo que Tifón resolvió matar a Osiris. Para ello, le invitó a una fiesta, y trató de convencerle para que se tendiera dentro de un arcón que había prometido regalar al invitado que cupiera exactamente en él. Apenas Osiris se había metido dentro del arcón, los conspiradores lo cerraron y lanzaron al Nilo (Krishna es el Osiris de los indos. Los dioses del estío eran dioses benéficos que hacían fructíferos los días; pero los “tres malvados” que presidían el invierno, se salieron del zodíaco y como “se vio que no estaban en él” se les acusó de la muerte de Krishna). Hasta entonces los dioses ignoraban en qué consistía la muerte, pues aunque habían envejecido de tal modo que todos sus miembros temblaban y sus cabellos eran blancos como la nieve, ninguno había muerto. En cuanto Isis se enteró de la infernal traición, se cortó los cabellos, y, vistiéndose con una túnica de duelo, corrió de acá para allá, presa de cruel angustia en busca del cuerpo del Dios. Llorosa y enloquecida de dolor, no se detuvo jamás, ni se cansó de buscar. Mientras tanto, las aguas del río arrastraron el arcón hasta el mar, cuyas corrientes le llevaron a Biblos, la ciudad asiría de Adonis, en donde encalló entre las ramas de un pequeño tamarindo, árbol parecido a la acacia (En la Eneida, de Virgilio, puede hallarse un sorprendente paralelo con el mito de Osiris. En los primeros tiempos de la guerra de Troya, el rey Príamo encomendó a Polimestro, rey de Tracia, la educación de su hijo Polidoro, enviándole una fuerte cantidad de dinero. Una vez destruida Troya, el rey de Tracia asesinó al joven príncipe, para apoderarse de sus riquezas, enterrándole, luego, en secreto. Eneas, que llegó a Tracia, tuvo que arrancar un arbusto y descubrió el cadáver de Polidoro. Muchas otras leyendas de casuales descubrimientos de tumbas desconocidas corrían en boca de los antiguos, quizás sugeridas por la historia de Isis). Tan enorme era el poder del cuerpo del dios que el arbusto se convirtió en árbol gigantesco envolviendo al arcón en su seno para protegerlo, hasta que el rey de aquel país mandó que cortaran el árbol e hicieran con él una columna en su palacio. Llevada por una visión a Biblos, Isis se dio a conocer y pidió la columna. De aquí que se represente a la diosa algunas veces llorando junto a una columna rota, mientras Horus, dios del Tiempo, derrama perfumes sobre su cabeza. La diosa se llevó el cadáver del dios a Bouto; pero Tifón encontró un día el arcón mientras se dedicaba a cazar a la luz de la luna, y despedazó el cuerpo de Osiris, esparciendo al azar sus pedazos. Isis, que es la encarnación del dolor universal producido por la muerte, volvió a reunir los pedazos del cadáver de su esposo y les dio sepultura. Tal fue la vida y muerte de Osiris; que no podía terminar así, por representar el ciclo de la naturaleza. Horus luchó con Tifón y aunque perdió un ojo en el combate, lo venció, haciéndole prisionero y “partiéndolo en tres pedazos”, según dicen los textos de las pirámides. Después de lo cual el fiel hijo marchó en solemne procesión a la tumba de su padre, y, abriéndola, invocó a Osiris clamando: “¡Levántate! ¡Levántate, porque no debes morir!” Pero el muerto no le obedeció. A continuación recitan los Textos de las Pirámides el ritual mortuorio, con sus numerosos himnos y cantos. Por fin Osiris se levanta, débil y fatigado.
Joseph Fort Newton – Los Arquitectos